martes, 9 de agosto de 2016

CINCO CERDITOS | AGATHA CHRISTIE

Querido Anónimo:


Nunca nos paramos a pensar en todo el tiempo y dedicación que pone un autor en su libro hasta que te toca a ti. Me gustaría que os sintieseis atraídos por uno de los libros que marcaron mi infancia al ser el primero que leí de esta gran escritora: Agatha Christie. Los primeros pasos de Christie en la escritura fueron realmente difíciles y a menudo pensaba que sus ideas no eran buenas. En una oportunidad, llegó a comentar que «no hay dolor como este. Tú estas en una habitación, mordiendo lápices, mirando una máquina de escribir, caminando alrededor o lanzándote sobre un sofá, sintiendo que vas a llorar» . Así pues os dejo la introducción para que os entre "el gusanillo" por leerlo:

Hércules Poirot miró con interés y aprobación a la joven que entraba en aquel momento en la habitación. Nada había habido en su carta que la distinguiera de tantas otras. Se había limitado a solicitar una entrevista, sin dar la menor idea siquiera de lo que se ocultaba tras la petición. Había sido breve y desprovista de toda palabrería inútil y sólo la firmeza de la escritura había indicado respecto a Carla Lemarchant que era una mujer joven. Y ahora allí estaba en persona. Una mujer alta, esbelta, de veintitantos años. Una de esas jóvenes a las que uno se ve obligado a mirar más de una vez. Vestía ropa de calidad: chaqueta y falda de corte impecable y lujosas pieles. Cabeza bien equilibrada sobre los hombros, frente cuadrada, nariz de corte sensitivo, barbilla que expresaba determinación. Una muchacha pletórica de vida. Era su vitalidad, más que su belleza, la que daba la nota predominante. Antes de su entrada, Hércules Poirot se había sentido viejo. Ahora se sentía rejuvenecido, lleno de vida, agudo como nunca. Al adelantarse para saludarla, se dio cuenta de que los ojos color gris oscuro le observaban atentamente, le escudriñaban con intensidad. La joven se sentó y aceptó el cigarrillo que él le ofrecía. Después de encenderlo, permaneció inmóvil, fumando, mirándole aún con queda mirada intensa y pensativa.
 Poirot preguntó con dulzura: 
—Sí, ha de decidirse, ¿no es verdad?
 Ella se sobresaltó,
 —Usted perdone. 
La voz era atractiva, leve y agradablemente ronca.
 —Intenta usted decidir, ¿verdad?, si soy un simple charlatán o el hombre que necesita. 
La joven sonrió. Dijo:
 —Pues... sí... algo así. Es que, monsieur Poirot, no... no es usted exactamente como yo me lo había imaginado.
 —Y soy viejo, ¿verdad? Más viejo de lo que usted se figuraba.
 —Sí, eso también —vaciló—. Verá usted que soy sincera. Quiero... es preciso que obtenga... lo mejor.
 —Tranquilícese —respondió Hércules Poirot—. Soy lo mejor. 
Carla dijo:
 —No es usted modesto... No obstante, me inclino a creer lo que usted dice.
 Poirot aseguró con placidez:
 —Uno, ¿sabe?, no emplea los músculos simplemente. Y no necesito inclinarme y medir las huellas de pisadas ni recoger las colillas, ni examinar las hojas de hierba aplastadas. Me basta con retreparme en mi asiento y pensar. Es esto —se golpeó la ovalada cabeza—, esto lo que funciona.
 —Lo sé —dijo Carla—. Por eso he venido a usted. Quiero, ¿comprende?, que haga algo fantástico. 
—Eso —dijo Hércules— promete.
 La miró alentador. Carla Lemarchant respiró profundamente.
 —Mi nombre —dijo— no es Carla. Es Carolina. Como el de mi madre. Por eso me lo dieron — hizo una pausa—; y, aunque siempre he sido conocida por el apellido de Lemarchant... desde que recuerde casi... ése no es mi verdadero nombre. En realidad, me llamo Crale.
 Hércules Poirot frunció la frente, perplejo. Murmuró:
 —Crale... Me parece recordar... 
Dijo ella: 
—Mi padre era pintor... un pintor bastante conocido. Algunos dicen que fue un gran pintor. Yo estoy convencida de que lo fue.
 Inquirió Poirot:
 —¿Amyas Crale?
 —Sí. Hizo una pausa.
 Luego continuó:
 —Y a mi madre, Carolina Crale, ¡la acusaron de haberle asesinado! —¡Aja! Ahora recuerdo... pero sólo vagamente. Me hallaba en el extranjero por entonces. Hace mucho tiempo de eso. 
—Dieciséis años —dijo la muchacha. 
Tenía el rostro muy pálido ahora y los ojos eran dos puntos gemelos de luz.
 Dijo: 
—¿Comprende usted? La juzgaron y la condenaron... No fue a la horca, porque les pareció que existían circunstancias atenuantes... Conque le conmutaron la pena por la de cadena perpetua. Pero murió un año después del juicio. ¿Se da cuenta? Todo acabó... quedó resuelto... pasó a la historia... 
Poirot preguntó:
 —¿Bien?
 La joven llamada Carla Lemarchant juntó las manos. Habló lenta, vacilante, pero con énfasis raro, agudo... 
Dijo:
 —Tiene usted que comprender... con exactitud... mi interés en el asunto. Tenía cinco años por la época en que... ocurrió. Demasiado pequeña para darme cuenta de nada. Recuerdo a mis padres, claro está, y que salí bruscamente de casa... desde donde se me trasladó al campo. Recuerdo los cerdos... y una granjera muy corpulenta y agradable... y que todo el mundo se mostraba muy bondadoso para conmigo... Y recuerdo claramente de qué forma tan rara solía mirarme... todo el mundo... una especie de mirada furtiva comprendí, claro está, los niños siempre comprenden, que algo anormal sucedía..., pero no sabía de qué se trataba. 
»Luego fui a bordo de un barco... ¡cómo me emocioné...! Seguí a bordo días y días... y luego me encontré en el Canadá, y tío Simón acudió a recibirme y viví en Montreal con él y tía Luisa, y cuando pregunté por papá y por mamá me dijeron que pronto llegarían. Y luego... y luego creo que los olvidé... Sólo sabía que habían muerto, aunque no recordaba que me lo hubiese dicho nadie. Porque para entonces, ¿comprende, usted?, yo ya no pensaba en ellos. Era muy feliz, ¿sabe? Tía Simón y tía Luisa eran muy buenos para conmigo. Y fui al colegio y tenía la mar de amistades... y me había olvidado por completo de que hubiese tenido jamás otro nombre que no fuera Lemarchant. Tía Luisa, ¿comprende?, dijo que ése era mi nombre en el Canadá y ello me pareció natural por entonces... Era simplemente mi nombre canadiense... pero, como digo, acabé olvidando que hubiese tenido otro distinto jamás.
 Alzó con un gesto, la retadora barbilla. Dijo:
 —Míreme. Diría usted, ¿verdad que sí?, si me encontrara: «¡Ahí va una muchacha que no tiene preocupación alguna!» Poseo bienes de fortuna; tengo una salud magnífica; soy bastante bien parecida; puedo disfrutar de la vida... A los veinte años no había una muchacha en el mundo con quien hubiera cambiado de lugar.
 »Pero ya, ¿sabe?, había empezado a hacer preguntas. De mi padre y de mi madre. Quiénes eran y qué hacían. Hubiera acabado averiguándolo... 
«Pero me dijeron la verdad. Cuando cumplí los veintiún años. No tuvieron más remedio que hacerlo entonces porque, en primer lugar, a esa edad entraba en posesión de mi herencia. Y además, ¿sabe?, había la carta. La carta que mi madre dejó para mí al morir. 
Cambió de expresión, se amortiguó. Los ojos no eran ya dos puntos ardientes, sino oscuros y profundos lagos. Dijo:
—Fue entonces cuando supe la verdad. Que mi madre había sido hallada culpable de asesinato. Fue... bastante horrible.
 Hizo una pausa.
 —Hay otra cosa que he de decirle. Estaba prometida en matrimonio. Dijeron que teníamos que esperar... que no podíamos casarnos hasta que hubiese cumplido yo los veintiún años de edad. Cuando supe la verdad, comprendí por qué. 
Poirot se movió y habló por primera vez. Dijo:
 —¿Y cuál fue la reacción de su prometido?
 —¿De Juan? A Juan le era igual. Dijo que eso no afectaba para nada nuestras relaciones... no en cuanto a él se refería. Él y yo éramos Juan y Carla... y el pasado no importaba.
 Se inclinó hacia delante.
 —Seguimos siendo prometidos. Pero, a pesar de todo, ¿sabe?, sí que me importa. Me importa a mí. Y le importa a Juan también... No es el pasado lo que nos importa: es el futuro —crispó las manos—. Queremos tener hijos, ¿comprende? Los dos queremos hijos. Y no queremos ver cómo crecen nuestros hijos y tener miedo.
 Inquirió Poirot: 
—¿Se da usted cuenta de que entre los antepasados de todo el mundo ha habido gente dada a la violencia y al mal?
 —No comprende usted. Es cierto eso, claro está. Pero después de todo, uno no suele estar enterado de ello. Nosotros lo estamos. Está muy cerca de nosotros. Y... a veces... he visto a Juan mirarme. Una mirada rápida... fugaz. Supóngase usted que nos hubiéramos casado hubiésemos reñido y yo le viera mirarme y... y espantarse. 
Hércules Poirot preguntó:
 —¿Cómo murió su padre? 
La voz de Carla contestó, clara y firme:
 —Envenenado.
 Dijo Poirot: Ya. 
Hubo un silencio. 
Luego dijo la muchacha, en voz serena, normal: 
—Gracias a Dios que es usted sensato. Comprende usted qué importa... y lo que implica. No intenta remediarlo y soltar frases de consuelo. 
—Comprendo perfectamente —aseguró Poirot—. Lo que no comprendo es qué desea usted de mí. 
Carla Lemarchant dijo, con sencillez:
 —¡Quiero casarme con Juan! Y ¡tengo la intención de casarme con Juan! Y quiero tener por lo menos dos hijos y dos hijas. Y, ¡usted va a encargarse de que eso sea posible! 
—¿Quiere decir con eso... que desea usted que hable yo con su prometido? ¡Ah, no, es idiota lo que digo! Es algo completamente distinto lo que usted sugiere. Dígame lo que piensa... 
—Escuche, monsieur Poirot. Entienda esto... y entiéndalo bien: contrato sus servicios para investigar un asesinato. 
—¿Quiere usted decir que...? 
—Sí; eso quiero decir. Un asesinato es un asesinato, haya ocurrido ayer o haya tenido lugar hace dieciséis años.
 —Pero, mi querida joven... 
—Aguarde, monsieur Poirot. No lo sabe todo aún. Hay un punto muy importante. 
—¿Sí?
 —Mi madre era inocente —anunció Carla Lemarchant. 
Hércules Poirot se frotó la nariz. Murmuró:
 —Claro. Naturalmente... comprendo eso... 
—No es sentimentalismo ni presentimiento. Hay su carta. La dejó para mí antes de morir. Había de serme entregada cuando cumpliera los veintiún años. La dejó exclusivamente para eso... paraque estuviera yo completamente segura. Eso era lo único que contenía. Que ella no lo había hecho... que era inocente... que yo podría tener siempre la seguridad de ello. 
Hércules Poirot miró, pensativo, al rostro juvenil, vivaz, que con tanta intensidad le miraba. 
Dijo, lentamente: Tout de même... 
Carla sonrió.
 —No; mamá no era así. Está usted pensando que podría ser mentira... una mentira sentimental... —se inclinó hacia delante—. Escuche, monsieur Poirot: hay cosas que los críos saben perfectamente. Recuerdo a mi madre... un recuerdo un poco borroso, es cierto, pero recuerdo perfectamente la clase de persona que era. Ella no decía mentiras... mentiras piadosas. Si una cosa iba a hacer daño, siempre lo decía. Dentistas; espinas clavadas en los dedos... todas esas cosas. La verdad era... un impulso natural de ella. Yo no le tenía... o no creo por lo menos... especial cariño... pero tenía fe en ella. ¡Sigo teniendo fe en ella! ¡Si ella dice que no mató a mi padre, entonces es que no lo mató! No era la clase de personas que escribiera solemnemente una mentira cuando sabía que se estaba muriendo.
 Lentamente, casi a regañadientes, Hércules Poirot inclinó la cabeza. 
Carla prosiguió: 
—Por eso no hay inconveniente, por parte mía, en que me case con Juan. Yo sé que no hay inconveniente. Pero él no lo sabe. Le parece que, claro está, yo creería inocente a mi madre en cualquier caso. Hay que aclarar el asunto, monsieur Poirot. ¡Y lo va a aclarar usted! 
Hércules Poirot dijo lentamente: 
—Admitiendo que lo que usted dice sea verdad, mademoiselle, han transcurrido dieciséis años. 
Contestó Carla:
 —¡Oh! ¡Claro que va a ser difícil! ¡Nadie más que usted sería capaz de hacerlo! 
Bailó la risa en los ojos de Poirot unos instantes. Dijo:
 —Me da usted jabón de la mejor calidad, hein? 
Repuso Carla: 
—He oído hablar de usted. De las cosas que ha hecho. De la forma en que las ha hecho. Es la psicología lo que a usted le interesa, ¿verdad? Pues ésa no cambia con el tiempo. Las cosas tangibles han desaparecido... las colillas y las huellas de pisadas, y las hojas de hierba aplastadas. No puede usted buscar esas cosas ya. Pero puede repasar todos los detalles del caso y quizás hablar con la gente que lo vivió... ninguna de esas personas ha muerto aún... Y luego... luego, como dijo hace unos momentos, puede retreparse en su sillón y pensar. Y sabrá exactamente lo que ocurrió en la ciudad... 
Hércules Poirot se puso en pie. Acariciándose el bigote con una mano, dijo: 
—Mademoiselle, me hace un gran honor. Justificaré la fe que tiene usted en mí. Investigaré el caso. Examinaré, retrospectivamente, los sucesos de hace dieciséis años, y descubriré la verdad. 
Carla se levantó. Le brillaban los ojos. Pero sólo dijo:
 —Muy bien. 
Hércules Poirot sacudió con elocuencia el dedo índice.
 —Un momento. He dicho que descubriré la verdad. No tengo, ¿comprende usted?, prejuicios. No acepto las seguridades que usted me da de la inocencia de su madre. Si era culpable... eh bien, ¿qué, entonces? 
La orgullosa cabeza de Carla se irguió más. Contestó:
 —Soy su hija. ¡Quiero la verdad!. 
Dijo Hércules Poirot: 
—En avant, pues. Aunque no es eso lo que debiera de decir. Todo lo contrario. En arrière...



GROSSES BISSES

No hay comentarios:

Publicar un comentario